03 junio, 2012

Hoy en la consulta... II. Urgencias

  Hoy he tenido urgencias. Cada centro las organiza a su manera, en el mio tanto las urgencias como los domicilios; se acostumbra a decir estar "de interior" o "de exterior", se realizan por turnos rotatorios.  El día que te corresponde alguno de esos servicios haces lo de todos los compañeros de tu turno de trabajo y, hasta cierta hora acordada, lo de los compañeros del otro turno. El sistema no es ni mejor ni peor que el que realizan en otros centros; te acabas acostumbrando a lo que sea.

  Como ya dije en otro articulo, soy muy despistado para estos asuntos y nunca recuerdo ni preveo si me toca o no alguno de estos servicios. Así que miré la planilla y... si; hoy lunes...

  —Estoy de "interior" —dije en voz alta para recordar a los administrativos que yo era el "pringao" del día. Y acto seguido la misma broma de siempre.

  —Suerte que me he cambiado de calzoncillos.

  En general no me importa atender urgencias (me molestan infinitamente más los avisos a domicilio, pero esa es otra historia). Al aliciente de ver a nuevos pacientes, se une el reto diagnóstico y la toma de decisiones a menudo en condiciones apuradas, que es la esencia de esta profesión; lo que te mantiene en forma. Me estoy refiriendo, claro está, a ese pequeño porcentaje de "verdaderas urgencias" de entre los pacientes que acuden con esa supuestamente inaplazable necesidad. Aunque he de decir que tampoco me parece una labor sencilla la de separar las "churras de las merinas"; permítaseme la sin animo de ofender pecuaria expresión.

  La metodología que acostumbro a seguir en la atención a urgencias es siempre la misma y se basa en unas firmes premisas: En primer lugar la urgencia la decide el paciente. Hace ya mucho que no pierdo tiempo en discusiones y, de entrada, supongo que la urgencia está justificada mientras no se demuestre lo contrario. En segundo lugar, enlazando con lo anterior, e incluso aunque solo con un primer vistazo y cuatro preguntas ya se si es o no una urgencia real, cumplo escrupulosamente con los mínimos protocolarios según el cuadro clínico y, solo cuando he terminado con ello, doy al paciente las indicaciones oportunas y prescribo el tratamiento si el caso lo merece y, a continuación, también si el caso lo merece, le afeo su conducta si considero que no por ignorancia sino por hacerse el "listillo" ha interferido injustificadamente con la buena marcha de la consulta. Si acepta humildemente mi amonestación se va con su tratamiento y mi "bendición". Si, por el contrario, encima se pone chulo, no se lleva nada más que el disgusto de no salirse con la suya, y mi recomendación de que acuda a su médico a la mayor brevedad posible.

  El problema es cuando se juntan varias urgencias en la sala de espera; en nuestro argot decimos que ha venido el "autobús de las trece", por ser esta la hora preferida por los pacientes para acudir en tropel. Lo que suelo hacer es ir atendiendo alternativamente a un paciente o dos de los de cita previa y uno de urgencia. Asomo a intervalos por la puerta y tanteo el aspecto de los presentes por si de un vistazo puedo valorar si alguno esta verdaderamente en malas condiciones como para atenderlo antes que a los demás: pero no siempre el aspecto lo dice todo. Tampoco es buena solución; por la necesidad de respetar la intimidad, preguntarle que le pasa delante de todos los demás. E invitar a que entre en la consulta para hacerle la pregunta, guardando asi la confidencialidad, es peor porque una vez que está dentro no es practico hacerle salir de nuevo sin ser atendido. En resumen, que es difícil hacer justicia; no es la primera vez que he hecho esperar demasiado tiempo a un estoico paciente que luego he comprobado que se encontraba francamente mal.

  A menudo, cuando hay mucha demora, me dirijo desde la puerta a los presentes y abiertamente pregunto; forzando así una respuesta sincera, teniendo al resto de los pacientes como testigos:

  —De los que han venido de urgencias ¿hay alguno que se encuentre tan mal como para no poder esperar como los demás?

  Casi siempre se levanta uno que se considera peor que el resto y; de forma tácita, los demás consienten en seguir esperando. Otras veces son los propios pacientes los que me avisan de que hay alguien que se encuentra especialmente mal y le invito a pasar el primero

  Hoy ha sido un día relativamente tranquilo. Ni había demasiados citados ni tampoco he visto muchas urgencias. Recuerdo tres o cuatro de la epidemia de "nosemequitas". Unos años toca fiebre alta, otros las gastroenteritis..., este es el año de "llevo quince días con la tos, he tomado de todo y «no se me quita»".

  La abierta sonrisa llena de alivio de una primigesta, cuando le he dicho que claro que podía tomar ciertos medicamentos para aliviar sus síntomas, me ha compensado del resto.

  A pesar de que, como decía, el día ha sido tranquilo un muchacho de veinte años casi me ha consumido el tiempo sobrante; con el que contaba para imprimir un buen taco de recetas pendientes. El chaval llevaba inscrito en la cara el diagnóstico: ansiedad. Me ha contado un cuadro; o mejor un retablo, clínico que no había por donde cogerlo.

  ¿Que tiempos son estos en que a la edad en que uno que debía estar quemando energías con el deporte, preparando los exámenes finales, "estajanovizando" la jornada laboral o haciendo manitas con la novia se ve, en cambio, obligado a acudir al médico sufriendo de autentica angustia?

  Como no era paciente mio, no quise indagar demasiado en los posibles motivos que le habían conducido a ese estado. Le recomendé que acudiera lo antes posible a su médico y conseguí que aceptara medicarse a demanda con un suave ansiolítico. El mucho tiempo que le dediqué creo que sirvió de algo; me pareció que se iba algo más aliviado.

  El último paciente es el que realmente ha motivado que me decidiera a escribir el presente artículo ya que, si no es una historia demasiado interesante, si que tiene ese airecillo anecdótico.  Que me perdonen los que no sean de la profesión si entro en algún detalle que les pueda resultar algo tedioso.

  Se trata de un varón de entre 45 y 50 años que acude con la mano, muñeca y, sin llegar a afectarlo en toda su extensión, el tercio distal del antebrazo izquierdo hinchados, habiendo comenzado escasas horas antes.

  Es tan ostensible, se ve tan edematosa y tensa la piel; tiene dificultades incluso para hacer completamente el puño, y casi se han borrado los relieves del dorso de la mano, que comienzo a inspeccionarla antes incluso del interrogatorio. Luego le examino a el con su aspecto fuerte, más bien tosco, pero de proporciones armónicas.

  —Me pica mucho, doctor. Sobre todo la palma —y al mismo tiempo no puede evitar rascarse frenéticamente.

  Compruebo que efectivamente la palma esta mucho más roja e incluso la reacción; básicamente eritema ligeramente sobreelevado, se esta extendiendo por la muñeca y ascendiendo por el antebrazo (¡lastima de cámara fotográfica!). Ni picaduras, ni erosiones, ni grietas. Los pulsos bien, no hay signos de flebitis. Empiezo a sospechar que es una reacción urticarial, pero tan asimétrica y localizada que no puedo por más que pensar en un agente externo tópico...

  —Doy por supuesto que no se ha dado ningún golpe.

  —No señor.

  —¿En que trabaja?

  —Ahora estoy en el paro.

  —Cuanto lo siento. Pero, ¿está haciendo alguna actividad, alguna chapuza, algo de bricolaje...?

  —Pues no, tampoco.

  —¿Algo de jardinería tal vez? ¿Algún arreglo en el coche? ¿Alguna sustancia que haya podido tocar: disolventes, lejía, ayudando a su mujer...? Por cierto, ¿es usted zurdo?

  —No señor. Que yo recuerde no he tocado nada raro, y no; soy diestro.

  A continuación realizo una muy profesional y reflexiva pausa frotandome la barbilla y con la mirada; los ojos casi cerrados, perdida en lo alto.

  Mientras, el hombre me mira inquisitoriamente, rascándose desesperadamente y moviendo la cabeza de un lado a otro como diciendo: déjese de reflexiones y solucióneme esto.

  —Mire usted  —comienzo a decir como si hubiera oído sus ruegos— esto es una urticaria...

  —¿Una urticaria? —me interrumpe con desconfianza— si yo no soy alérgico, ni he comido nada raro...

  —Es que esta no es por alimentos —le interrumpo igualmente— ni siquiera le he preguntado por ellos, ni por medicamentos. Si fuera así las lesiones estarían más extendidas y más simétricas por todo el cuerpo y tal vez la cara. No, esta es por algo que usted ha tocado o rozado con esa mano. Por tal motivo he insistido tanto con mis preguntas. A pesar de todo, tengo la impresión de que va a ser muy difícil dar con la causa. Entretanto le voy a poner un tratamiento con el que va a mejorar y luego observaremos la evolución. Y usted siga pensando cual puede haber sido esa causa para que al menos no se repita.

  —En primer lugar la enfermera le inyectará un Urbasón® y le voy a recetar unos comprimidos para seguir el tratamiento —observo sorprendido como cambia su expresión de alivio, al saber que se le daba una solución a su problema, a contrariedad.

  —¿Pero es necesario pincharme? Yo creí que una crema...

  —¡Pero hombre de Dios! ¿No ve usted como está eso de hinchado? Una crema no le solucionaría nada.

  Mientras llevo a cabo los inevitables trámites administrativos: citarle con la enfermera, escribir en su historia, imprimir las recetas... no puedo dejar de observar que el hombre, ya sea por avenencia; parece el típico bonachón que se suma a cualquier causa perdida que se ponga a tiro, o con la esperanza de hallar una pista que le salve de esa inyeción que tan poco parece gustarle, se frota la barbilla sin dejar de rascarse la mano en una actitud reflexiva como la que yo había manifestado escasos momentos antes. Aun la mantiene cuando ya le entrego las recetas y le voy a dar las oportunas instrucciones...

  —¿Y frio? —me detengo— ¿Se ha expuesto usted al frio? —repito inspirado.

  —Eso si —me contesta devolviéndome una mirada tan ilusionada como imagino la mía— precisamente he estado esta mañana con una barra de helado preparando un postre y, ahora que lo dice, al poco he comenzado con los picores.

  —Ve usted como había tocado algo —pronuncio triunfantemente mientras me arrellano en el asiento.

  —Entonces ¿no me tengo que pinchar?

  —¿Como que no? De esa no se salva, amigo —bromeo— Y además —añado prudentemente— le aconsejo acudir a su médico cuanto antes para hacerle unos análisis porque, urticaria o no, puede que algún problema en su sangre haya provocado esto.

  —¡Buenos días!

  —¡Hasta luego!

  En su historia he anotado el siguiente episodio: Urticaria "a frigore". ¡Cuanto tiempo hacía que deseaba utilizar ese termino!

  Si, definitivamente hoy ha sido un buen día de urgencias.

 Alfredo Falcó Sales, 2012

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