15 junio, 2012

Hoy en la consulta... III. La Muerte


La Muerte es una gran, temible, implacable, imponente señora. La reverenciamos, pero eludimos tener que inclinarnos ante ella. Evitamos incluso mencionarla. Por eso hemos inventado otras muertes más plebeyas: deceso, óbito, defunción,  fallecimiento, partida, trance... en alusión a una especie de desgaste más bien transitorio o a un viaje a un emocionante lugar desconocido. A pesar de tanto eufemismo, la mayor parte del tiempo preferimos ignorarla como si no existiera.

  Los médicos no podemos permitirnos ese lujo; es nuestra inevitable e invisible compañera. Como humanos que somos también obviamos mencionarla todo el tiempo, pero sabemos bien que viaja en el compartimento de al lado con el oído atento; seguro que a veces aplicándolo al delgado mamparo divisor.

  Tras tantos años de entrenamiento, sabemos de sobra comunicar esa mala noticia, que no necesariamente ha de ser la peor que nos vemos forzados a transmitir. Sin embargo, no estamos igualmente preparados para recibirla. En no pocas ocasiones es un familiar el que viene a informarte de la muerte del enfermo y no es fácil recibirla sin cierta cautela. Tal vez notamos un ligero tinte de reproche en las formas del mensajero ante un desenlace no previsto, o somos nosotros mismos los que albergamos esa constante duda sobre si hicimos todo lo correcto. No obstante, la veteranía nos ha enseñado a reaccionar rápidamente con no del todo sincera sorpresa y dar prioridad inmediata a las manifestaciones condolientes con la perdida, con lo que normalmente salvamos el trance dignamente.

  Hoy me esperaba G, un asiduo y madrugador octogenario; de los que están a la puerta del centro media hora antes de abrir. De muy buen porte y a menudo trajeado. Un puro nervio al que siempre encuentro aguardando impaciente delante de la consulta, paseando arriba y abajo como león enjaulado, convencido, tras todos estos años, de haberse ganado el privilegio de ser atendido, todas y cada una de las veces, el primero; aunque esté citado para más tarde; e incluso a veces sin tan siquiera estarlo.

  Aproximadamente una vez al mes no tengo más remedio que ceder ante esas exigencias, sabedor de que le despacharé en unos pocos minutos y no perjudicaré demasiado al primero de la lista. Al fin y al cabo solo viene a por recetas para su mujer, que es la verdadera enferma; una de tantas pluripatológicas. El solo tiene la tensión arterial perfectamente controlada con un solo fármaco y, por lo demás, presume con razon de una envidiable buena salud.

  A lo largo de todos estos años, mientras le hago las recetas y a veces paso a la historia el informe de alguna de las revisiones de los especialistas a los que se somete su esposa periódicamente, conversamos sobre esto y aquello y he llegado a conocerle en cierta medida.

  Todas esas prisas tienen que ver con la forma en que tiene organizada su vida. A diario realiza largos y manifiestamente terapéuticos recorridos a pie, sean estos o no necesarios, para hacer la compra y  cualquier recado que pueda surgir; entre los que se encuentran el acudir a mi consulta a por las recetas. Es bastante popular en el barrio y seguro que tiene una vida social relativamente intensa y no le hace ascos a tomarsse un chato de vino de vez en cuando charlando con un amigo. Por la tardes hecha la partida y se recoge a una hora decente para cenar y ver algo la tele, momentos que deben ser los únicos que de verdad comparte con su mujer.

    En las últimas fugaces conversaciones que mantuvimos, mientras esperábamos pacientemente la respuesta de la antigua pachorruda impresora (recientemente me la han cambiado por una más moderna y eficaz), me hizo saber que estaba yendo a visitar a diario a su hermano que se encontraba ingresado en un hospital de casos terminales. Más tarde, no hace muchos días una de sus hijas me anunció que por fin su tío había fallecido. Le rogué que transmitiera mis condolencias a su padre y le pregunté por su estado y el de su madre, a lo que me respondió que se encontraban bien.

  Esta mañana, como decía, me esperaba G con la misma impaciencia de siempre, esta vez incluso asomaba medio cuerpo por la esquina que he de torcer desde el pasillo principal para dirigirme a mi consulta a través de la sala de espera con mayor expectación de lo habitual. Me saludó, como suele hacer, con exagerada cordialidad y, antes de entrar en materia, formulé una protocolaria pregunta:

   —¿Que tal estamos G?

   —Pues ya ve usted, que se ha muerto mi...

  Abri la boca para interrumpirle con algo como "ya se; su hermano, ya me habían informado, le acompaño en el sentimiento..." , cuando llegó a mi conciencia el final de la frase que había comenzado a pronunciar: ...esposa.

 Como ante el juego de manos en que te cambien el objeto ante tus narices, me quedé perplejo, pero ni se notó. Con ágil maniobra, mientras escudriñaba en mi memoria por ver si yo había contribuido de alguna forma al fatal desenlace llegando pronto, por fortuna,  a una conclusión negativa, le respondí:

—Me deja usted de piedra. ¿Como ha ocurrido?

—Pues verá usted, fue en una de las revisiones. Le encontraron algo en una prueba y decidieron ingresarla y luego se complicó con...

  Pero yo ya no le escuchaba porque me encontraba fascinado ante aquel anciano contándome los pormenores del evento sin una muestra de luto en su expresión, ni en su actitud, ni en su atuendo, ni en su discurso.

   Ni por un momento se me ocurre hacer un juicio de valores de sus sentimientos. Sin embargo, mientras el seguía hablando y yo asentía a sus explicaciones como mostrando interés, en mi mente se agolpaba una tempestad de ideas en forma de absurdas preguntas a las que era incapaz de responder:

 Todos sabemos lo que es una persona muy vital: ¿se puede decir de alguien que es muy mortal? Si alguien juzga que otra persona, debido a una importante merma de sus facultades, es un "muerto en vida" ¿es posible que tal convicción sea suficientemente fuerte como para que, cuando muere de hecho, no despierte ninguna emoción en el otro?

  Nada más lejos de mi intención que juzgar a ese anciano ni ahora ni en el futuro. Sobre todo porque nadie sabe lo que se cuece en cada casa, en cada grupo familiar. Pero no puedo evitar que me acudan algunas reflexiones al respecto.

  No tanto como a él, pero por supuesto que conocía a la difunta. Hace muchos años, probablemente tras alguno de sus embarazos, casi sin percatarse se convirtió en la típica "gordita feliz". Poco a poco, también casi inapreciablemente, debido a la suma de secuelas y limitaciones que le habían ido dejando sus múltiples dolencias e ingresos hospitalarios, cambió el calificativo "feliz" por "achacosa". Conservaba, sin embargo una cierta frescura, la mente integra y cierto fuerte carácter que, por ejemplo, le hacía mantener desde años atrás una tozuda negativa a ser vista por el nefrólogo, según decía porque éste la había amenazado con incluirla en el programa de hemodiálisis, cosa que ella rechazaba de plano; vaya usted a saber por que idea preconcebida. Pero puedo decir que en general me parecía una bellísisma persona.

  Por eso no se como interpretar la reacción del hombre. Puede que sea simple aversión por las enfermedades y que ésta haya hecho que, sin dejar de querer a su mujer, se haya ido distanciando de la enferma; delegando cada vez más los cuidados de ésta en sus hijas y escudarse en múltiples quehaceres, hasta llegar a no reconocerla como su pareja. Puede que desde la atalaya de su tan pregonada buena salud observe a los enfermos como una clase inferior con la que no debe de mezclarse. Tal vez es un firme convencido de esa parte de la educación recibida desde la infancia: los hombres no lloran bajo ningún concepto, hasta llegar, tras mucho entrenamiento, a ser capaz de contener la emoción igual que el fakir se guarda de manifestar dolor ante el florete que le atraviesa.

  Quise probarle provocando a sus sentimientos:

  —Vaya racha más mala G, primero su hermano y a los pocos días su esposa —dije en un tono intencionadamente lastimero.

  Le escudriñe y ni un aumento de brillo en los ojos, ni un mohín de labios temblorosos. Ya he visto anteriormente muchas veces demostrar ciertas dosis de entereza, pero no he podido evitar en esta ocasión la apreciación personal de que tal firmeza tiene algo de malsana.

  Repito: no soy quien para juzgar a nadie pero, para mi tranquilidad, necesito encontrarme con alguna de sus hijas y manifestarle mi condolencia y ver enjugar una lagrima sana en homenaje a esa buena mujer.

 Alfredo Falcó Sales, 2012

03 junio, 2012

Hoy en la consulta... II. Urgencias

  Hoy he tenido urgencias. Cada centro las organiza a su manera, en el mio tanto las urgencias como los domicilios; se acostumbra a decir estar "de interior" o "de exterior", se realizan por turnos rotatorios.  El día que te corresponde alguno de esos servicios haces lo de todos los compañeros de tu turno de trabajo y, hasta cierta hora acordada, lo de los compañeros del otro turno. El sistema no es ni mejor ni peor que el que realizan en otros centros; te acabas acostumbrando a lo que sea.

  Como ya dije en otro articulo, soy muy despistado para estos asuntos y nunca recuerdo ni preveo si me toca o no alguno de estos servicios. Así que miré la planilla y... si; hoy lunes...

  —Estoy de "interior" —dije en voz alta para recordar a los administrativos que yo era el "pringao" del día. Y acto seguido la misma broma de siempre.

  —Suerte que me he cambiado de calzoncillos.

  En general no me importa atender urgencias (me molestan infinitamente más los avisos a domicilio, pero esa es otra historia). Al aliciente de ver a nuevos pacientes, se une el reto diagnóstico y la toma de decisiones a menudo en condiciones apuradas, que es la esencia de esta profesión; lo que te mantiene en forma. Me estoy refiriendo, claro está, a ese pequeño porcentaje de "verdaderas urgencias" de entre los pacientes que acuden con esa supuestamente inaplazable necesidad. Aunque he de decir que tampoco me parece una labor sencilla la de separar las "churras de las merinas"; permítaseme la sin animo de ofender pecuaria expresión.

  La metodología que acostumbro a seguir en la atención a urgencias es siempre la misma y se basa en unas firmes premisas: En primer lugar la urgencia la decide el paciente. Hace ya mucho que no pierdo tiempo en discusiones y, de entrada, supongo que la urgencia está justificada mientras no se demuestre lo contrario. En segundo lugar, enlazando con lo anterior, e incluso aunque solo con un primer vistazo y cuatro preguntas ya se si es o no una urgencia real, cumplo escrupulosamente con los mínimos protocolarios según el cuadro clínico y, solo cuando he terminado con ello, doy al paciente las indicaciones oportunas y prescribo el tratamiento si el caso lo merece y, a continuación, también si el caso lo merece, le afeo su conducta si considero que no por ignorancia sino por hacerse el "listillo" ha interferido injustificadamente con la buena marcha de la consulta. Si acepta humildemente mi amonestación se va con su tratamiento y mi "bendición". Si, por el contrario, encima se pone chulo, no se lleva nada más que el disgusto de no salirse con la suya, y mi recomendación de que acuda a su médico a la mayor brevedad posible.

  El problema es cuando se juntan varias urgencias en la sala de espera; en nuestro argot decimos que ha venido el "autobús de las trece", por ser esta la hora preferida por los pacientes para acudir en tropel. Lo que suelo hacer es ir atendiendo alternativamente a un paciente o dos de los de cita previa y uno de urgencia. Asomo a intervalos por la puerta y tanteo el aspecto de los presentes por si de un vistazo puedo valorar si alguno esta verdaderamente en malas condiciones como para atenderlo antes que a los demás: pero no siempre el aspecto lo dice todo. Tampoco es buena solución; por la necesidad de respetar la intimidad, preguntarle que le pasa delante de todos los demás. E invitar a que entre en la consulta para hacerle la pregunta, guardando asi la confidencialidad, es peor porque una vez que está dentro no es practico hacerle salir de nuevo sin ser atendido. En resumen, que es difícil hacer justicia; no es la primera vez que he hecho esperar demasiado tiempo a un estoico paciente que luego he comprobado que se encontraba francamente mal.

  A menudo, cuando hay mucha demora, me dirijo desde la puerta a los presentes y abiertamente pregunto; forzando así una respuesta sincera, teniendo al resto de los pacientes como testigos:

  —De los que han venido de urgencias ¿hay alguno que se encuentre tan mal como para no poder esperar como los demás?

  Casi siempre se levanta uno que se considera peor que el resto y; de forma tácita, los demás consienten en seguir esperando. Otras veces son los propios pacientes los que me avisan de que hay alguien que se encuentra especialmente mal y le invito a pasar el primero

  Hoy ha sido un día relativamente tranquilo. Ni había demasiados citados ni tampoco he visto muchas urgencias. Recuerdo tres o cuatro de la epidemia de "nosemequitas". Unos años toca fiebre alta, otros las gastroenteritis..., este es el año de "llevo quince días con la tos, he tomado de todo y «no se me quita»".

  La abierta sonrisa llena de alivio de una primigesta, cuando le he dicho que claro que podía tomar ciertos medicamentos para aliviar sus síntomas, me ha compensado del resto.

  A pesar de que, como decía, el día ha sido tranquilo un muchacho de veinte años casi me ha consumido el tiempo sobrante; con el que contaba para imprimir un buen taco de recetas pendientes. El chaval llevaba inscrito en la cara el diagnóstico: ansiedad. Me ha contado un cuadro; o mejor un retablo, clínico que no había por donde cogerlo.

  ¿Que tiempos son estos en que a la edad en que uno que debía estar quemando energías con el deporte, preparando los exámenes finales, "estajanovizando" la jornada laboral o haciendo manitas con la novia se ve, en cambio, obligado a acudir al médico sufriendo de autentica angustia?

  Como no era paciente mio, no quise indagar demasiado en los posibles motivos que le habían conducido a ese estado. Le recomendé que acudiera lo antes posible a su médico y conseguí que aceptara medicarse a demanda con un suave ansiolítico. El mucho tiempo que le dediqué creo que sirvió de algo; me pareció que se iba algo más aliviado.

  El último paciente es el que realmente ha motivado que me decidiera a escribir el presente artículo ya que, si no es una historia demasiado interesante, si que tiene ese airecillo anecdótico.  Que me perdonen los que no sean de la profesión si entro en algún detalle que les pueda resultar algo tedioso.

  Se trata de un varón de entre 45 y 50 años que acude con la mano, muñeca y, sin llegar a afectarlo en toda su extensión, el tercio distal del antebrazo izquierdo hinchados, habiendo comenzado escasas horas antes.

  Es tan ostensible, se ve tan edematosa y tensa la piel; tiene dificultades incluso para hacer completamente el puño, y casi se han borrado los relieves del dorso de la mano, que comienzo a inspeccionarla antes incluso del interrogatorio. Luego le examino a el con su aspecto fuerte, más bien tosco, pero de proporciones armónicas.

  —Me pica mucho, doctor. Sobre todo la palma —y al mismo tiempo no puede evitar rascarse frenéticamente.

  Compruebo que efectivamente la palma esta mucho más roja e incluso la reacción; básicamente eritema ligeramente sobreelevado, se esta extendiendo por la muñeca y ascendiendo por el antebrazo (¡lastima de cámara fotográfica!). Ni picaduras, ni erosiones, ni grietas. Los pulsos bien, no hay signos de flebitis. Empiezo a sospechar que es una reacción urticarial, pero tan asimétrica y localizada que no puedo por más que pensar en un agente externo tópico...

  —Doy por supuesto que no se ha dado ningún golpe.

  —No señor.

  —¿En que trabaja?

  —Ahora estoy en el paro.

  —Cuanto lo siento. Pero, ¿está haciendo alguna actividad, alguna chapuza, algo de bricolaje...?

  —Pues no, tampoco.

  —¿Algo de jardinería tal vez? ¿Algún arreglo en el coche? ¿Alguna sustancia que haya podido tocar: disolventes, lejía, ayudando a su mujer...? Por cierto, ¿es usted zurdo?

  —No señor. Que yo recuerde no he tocado nada raro, y no; soy diestro.

  A continuación realizo una muy profesional y reflexiva pausa frotandome la barbilla y con la mirada; los ojos casi cerrados, perdida en lo alto.

  Mientras, el hombre me mira inquisitoriamente, rascándose desesperadamente y moviendo la cabeza de un lado a otro como diciendo: déjese de reflexiones y solucióneme esto.

  —Mire usted  —comienzo a decir como si hubiera oído sus ruegos— esto es una urticaria...

  —¿Una urticaria? —me interrumpe con desconfianza— si yo no soy alérgico, ni he comido nada raro...

  —Es que esta no es por alimentos —le interrumpo igualmente— ni siquiera le he preguntado por ellos, ni por medicamentos. Si fuera así las lesiones estarían más extendidas y más simétricas por todo el cuerpo y tal vez la cara. No, esta es por algo que usted ha tocado o rozado con esa mano. Por tal motivo he insistido tanto con mis preguntas. A pesar de todo, tengo la impresión de que va a ser muy difícil dar con la causa. Entretanto le voy a poner un tratamiento con el que va a mejorar y luego observaremos la evolución. Y usted siga pensando cual puede haber sido esa causa para que al menos no se repita.

  —En primer lugar la enfermera le inyectará un Urbasón® y le voy a recetar unos comprimidos para seguir el tratamiento —observo sorprendido como cambia su expresión de alivio, al saber que se le daba una solución a su problema, a contrariedad.

  —¿Pero es necesario pincharme? Yo creí que una crema...

  —¡Pero hombre de Dios! ¿No ve usted como está eso de hinchado? Una crema no le solucionaría nada.

  Mientras llevo a cabo los inevitables trámites administrativos: citarle con la enfermera, escribir en su historia, imprimir las recetas... no puedo dejar de observar que el hombre, ya sea por avenencia; parece el típico bonachón que se suma a cualquier causa perdida que se ponga a tiro, o con la esperanza de hallar una pista que le salve de esa inyeción que tan poco parece gustarle, se frota la barbilla sin dejar de rascarse la mano en una actitud reflexiva como la que yo había manifestado escasos momentos antes. Aun la mantiene cuando ya le entrego las recetas y le voy a dar las oportunas instrucciones...

  —¿Y frio? —me detengo— ¿Se ha expuesto usted al frio? —repito inspirado.

  —Eso si —me contesta devolviéndome una mirada tan ilusionada como imagino la mía— precisamente he estado esta mañana con una barra de helado preparando un postre y, ahora que lo dice, al poco he comenzado con los picores.

  —Ve usted como había tocado algo —pronuncio triunfantemente mientras me arrellano en el asiento.

  —Entonces ¿no me tengo que pinchar?

  —¿Como que no? De esa no se salva, amigo —bromeo— Y además —añado prudentemente— le aconsejo acudir a su médico cuanto antes para hacerle unos análisis porque, urticaria o no, puede que algún problema en su sangre haya provocado esto.

  —¡Buenos días!

  —¡Hasta luego!

  En su historia he anotado el siguiente episodio: Urticaria "a frigore". ¡Cuanto tiempo hacía que deseaba utilizar ese termino!

  Si, definitivamente hoy ha sido un buen día de urgencias.

 Alfredo Falcó Sales, 2012