02 agosto, 2013

Hoy en la consulta... VII. El sabor del tomate

  Estos días la consulta es la mar de átipica; todo está condicionado por las vacaciones de verano. A diario cumplimento ingentes cantidades  de cupones descuento (las mal denominadas recetas para los que todavia no se quieren dar por enterados) tanto mios como de los compañeros que se encuentran disfrutando de su permiso reglamentario anual.

   Muchos pacientes ya han experimentado las innumerables trabas que les ponen en otras comunidades si por descuido se ven forzados a conseguir los medicamentos en su destino estival, y se afanan en hacer holgado acopio de los mismos antes de partir.

   No hay presupuesto para contratar suplentes que cubran todas las ausencias, de modo que a diario se reparten los pacientes que acuden a esas consultas entre los presentes. En estas circunstancias el numero de citas de cada uno de estos días es similar al resto del año, con la peculiaridad de que vemos muchos pacientes "nuevos" para nosotros y nos vemos obligados a realizar un rápido, pero intenso repaso a su historial para ponernos al corriente frente a sus demandas.

   Como "cada maestrillo tiene su librillo" no es infrecuente que no entiendas nada de lo que alli encuentras, ni por qué el paciente tiene tal o cual tratamiento o por qué esta patología está bajo seguimiento del especialista y sin embargo esta otra no, etc. El paciente, lejos de aclararte nada, aprovecha el encontrarse ante un médico diferente del suyo habitual, para hacerte "la cata" y consultar acerca de esas dolencias nunca resueltas, con lo cual lo que iban a ser solo unas recetas o el resultado de una analítica se complica y se prolonga contribuyendo a incrementar la de por si siempre amplia demora.

   Para más inri, el celo que pones en tratar de resolver sus problemas; máxime tratándose del paciente de un colega, alguno lo confunde con "otra cosa" y al despedirse se interesa en si eres médico de plantilla, te pide tu nombre y si tienes plazas libres, con la clara intención de cambiarse contigo.

   Pues bien, esta mañana tenía más recetas que nunca, los pacientes estaban especialmente "ingeniosos", estaba de interior; turno de urgencias, y el habitual goteo de pacientes se incrementó de golpe, y se añadieron a la fiesta un par de "sintromes" con el INR fuera de rango empeñados en ser atendidos antes que nadie. El teléfono no dejaba de sonar con el cruce de lineas de cada día preguntando por una inmobiliaria, e incluso a mi movil llegó oportunamente una llamada de mi antiguo operador de telefonía reclamandome la deuda contraida con ellos —soy moroso de Movistar a mucha honra.

   Total que la mañana que había comenzado con una sala de espera en la que solo faltaba el Hilo Musical —chill out le llaman ahora— en poco más de veinte minutos se había convertido en un alborotado gallinero.

   En una de las ocasiones en que abrí a la algarabía para tratar de poner orden y llamar a otro paciente, C, al que no había visto previamente anotado en la lista, se abalanzó abriendose paso entre todos hacia la puerta con lo que me pareció la intención de liarmela aun más. Yo comencé una frase y un ademán para frenarle; me temo que no con lo mejor que puede salir de mí, cuando, por fortuna, me paró alzando hasta la vista una repleta bolsa, de la que asomaban unos pimientos de un aspecto y un verde claro deliciosos, mientras el pobre hombre decía; encima como escusandose, —solo venía a traerle esto doctor, y que pase un buen verano.

   Cogí la bolsa dedicandole una apresurada pero explicita sonrisa acompañada de un —muchas gracias C, lo disfrutaremos en casa a su salud— que probablemente no llegó a oir del todo mientras era absorbido hacia atrás de nuevo por la embravecida muchedumbre.

   No quiero pecar de ascetismo, pero soy sincero cuando expreso que el mejor pago que pudo obtener de mi trabajo es la satisfacción del paciente y la buena relación con éste; si además te la manifiesta explicitamente aun mejor. Pero también es verdad que muchos pacientes mantienen la ancestral costumbre de obsequiar a su médico con algo más que palabras y, no nos engañemos, a nadie le amarga un dulce.

   Cualquier muestra material de agradecimiento no puede por menos que ser bien recibida. Los objetos de buen gusto, a veces demasiado caros; que valoro especialmente al tiempo que me duele, sabedor que provienen de economías más que ajustadas, contrastan con los "monstruos" en los que sigue, no obstante, sobresaliendo la buena intención y les doy todo el valor solo por eso. Pero con las que en general siempre se acierta es con las viandas: quesos de oveja, conejos, pollos, carpas, barbos, espárragos trigueros, setas, jamones, vinos, dulces, etc. son parte del catálogo de las mismas, las más de las veces exquisitas, de las que he recibido generosas cantidades a lo largo de los años.

   Muchos pacientes, la mayoría ya jubilados, tienen una pequeña parcela en la que se entretienen a lo largo del año cultivando su propia huerta. Cuando llega el verano se encuentran casi siempre con una producción mayor de la esperada. Les da para el consumo propio, para hacer conservas y reparten el resto entre familiares y amigos. El médico es a menudo uno de los agraciados por esos excedentes.

   Llegué a casa, tras la nefasta jornada, con el deseo de comer ligeramente y sentarme un rato a descansar con los pies en alto frente al televisor, y dejarme arrullar por el correspondiente rollo que estuvieran emitiendo hasta conseguir echar una reparadora cabezada de media hora. Pero antes de eso di un vistazo a la bolsa de C. Era lo suficientemente fina como para que se adivinara el contenido por la forma y el color de los abultamientos que presentaba. Vi que al fondo de la misma había varios tomates.

   La vacié sobre la mesa. Los pimientos tenián un aspecto inmejorable; los imaginé bien frititos en un fino bocadillo. Los pepinos eran de esos que ya no se ven; de piel tan fina que se consumen sin pelar con solo lavarlos. Y alli estabán esos tomates del color del tomate, de piel ligeramente satinada, redonditos, densos, consistentes. Cogí uno de ellos y lo olí; olía a tomate, a hierba, a huerto...

   Ya sabía cual iba a ser mi frugal almuerzo antes de la siesta, no podía equivocarme; aquel tomate prometía saber a tomate —desgraciadamente sé que muchos no saben de que hablo.

    —Ahora sabreis lo que es un tomate de verdad —me aventuré a anunciar a "mis chicas"— Lo lavé, lo corté y apareció repleto de pulpa y jugoso. Lo partí en varios trozos irregulares; como cachelos; como a mi me gusta, y lo aderecé solo con sal. Cogí un tenedor y le hice el honor del primer bocado a mi esposa que asintió saboreandolo gustosa. El segundo trozo fue para mi hija que me miró displicentemente como diciendo "no será para tanto", para acto seguido comentar tristemente —como no se cómo sabe normalmente un tomate no se si es como éste, pero está buenísimo.

   Los que han experimentado ese placer alguna vez, tienen suficiente con que les diga que ese tomate sabía a auténtico tomate. Para los demás haré un esfuerzo en describirlo: una consistencia en boca suave de tierna pulpa, un sabor intenso y refrescante agradablemente agridulce o, mejor, dulciagrio; un retrogusto dulce, como de fruta, contrastando a través de la sal.

  Tuve que trocear otros dos más. Gracias C por alegrarme el día.



   Alfredo Falcó Sales, 2013

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