13 mayo, 2012

La llamada: Vocación de médico



La llamada
Vocación, del lat. vocare: llamar. Término del que pretende ostentar la exclusiva la doctrina cristiana, aunque en mi caso creo que no fue ni ese ni ningún otro dios el que me llamó. Ni tampoco bastó en mi caso una sola llamada sino que hubo varias en el transcurso del tiempo.

  La primera bien pudo ser ese cómplice guiño miope del repeinado personaje de uno de los cuentos preferidos de mi infancia. Con una mperturbable e inconsciente vocación infantil, no me arredré ante la visión premonitoria de un pobre médico solitario, cargado hasta los topes con ¡dos! maletines, paquete de algodón, tensiómetro, fonendoscopio..., como anunciando: te lo vas a tener que montar tu solito. 

  Fue por entonces cuando inicié por primera vez mis "prácticas". No recuerdo bien si llegué a realizar un solo diagnóstico brillante, ni si apliqué alguna terapia con éxito, pero no olvidaré nunca aquel mágico fonendo. Aquellos cuentos solían ir acompañados como reclamo de algún objeto de juguete como reclamo y, en este caso era un fonendo. 
 No llegué a percibir nada interesante que no fuera; lo que mo dejaba de sorprenderme, como en las caracolas, el sonido del mar. Yo, sin embargo, aplicaba el artilugio a cualquier semejante e incluso animales o cosas que se  pusieran a tiro.

Cuando jugábamos a los médicos; uno de los juegos preferidos de cualquier infante que se precie, la posesión de aquel rudimentario instrumento me convertía automáticamente en el "jefe de servicio" del grupo de amigos.

  Bajo mi eficaz dirección nuestra "clínica" fue dotandose de todo lo necesario para una atención integral del paciente. No resulto demasiado dificil conseguir algodón, esparadrapo, gasas, tiritas y vendas que reutilizábamos una y otra vez en nuestras curas y, cuando ese preciado material escaseaba, recurríamos a nuestros pañuelos no siempre necesariamente limpios.

Conseguimos unas tijeras que, con inusitada prudencia tratandose de quienes eramos,  solo utilizabamos en los muñecos de las niñas. Por cierto que yo era el encargado de administrarles a éstas; y preferentemente a ellas (pero de mis precocidades ya hablaremos en otra ocasión) las precisas inyecciones con lo más parecido a una jeringa que pude encontrar: una vieja pluma estilografica de aquellas que se cargaban mediante un émbolo. Más tarde abndonaría mi "ejercicio profesional" durante años.

  A lo largo de mi periodo escolar no hubo ninguna llamada, o la linea siempre estaba ocupada, pues de aquel entonces solo recuerdo que para unos Reyes pedí esa Anatomía Humana tan cutre. Sin embargo, durante aquellos años, como a cualquier muchacho, todo me atraía y cada día elegía una profesión u ocupación diferente; si bien es verdad que empezaba a marcarse en mi una especial predilección por las ciencias y también por las niñas.

  A la llamada de mi eclosión hormonal (y tal vez feromonal) se unió la del reclamo de los tele-doctores Marcus Welby, heterodoxo médico general interpretado por un añoso Robert Young, que tenía un chulescamente motorizado joven ayudante y, sin embargo, una práctica más académica que su jefe; un buen modelo a imitar, y sobre todo Joe Gannon (Chad Everett), cirujano del Centro Médico, que resolvía todo tipo de casos quirúrgicos, médicos, sociales y hasta policíacos y que se metía en todos los fregados y, a ellas, dentro y fuera de la pantalla, se las traía de calle. 

  Durante un tiempo me peinaba como él y llevaba sus mismas horteras gafas de sol amarillas. Lo tenía bien claro: sería un médico al estilo Welby, pero ligando como Gannon.
 
  Sin embargo, esas excelentes expectativas no evitaron que, influenciado por familiares y amigos; no dudo que bienintencionádamente, me matriculara en Telecomunicaciones; y todo porque una vez fui capaz de hacerme mi propia radio de galena.

No desperdicié del todo aquel curso. Amén de perfeccionar mi juego de billar y, gracias a todo el cine que deglutí a once pesetas, programa doble, en el Metropolitano, hoy puedo presumir de mi condición de cinéfilo. Además aprové un parcial de química y otro de dibujo lineal.

  Cuando ya estaba barajando en serio la posibilidad de no hacer ninguna carrera y dedicarme de pleno al negocio familiar, lo cual hubiera hecho muy feliz a mi padre en mi condición de primogenito, surgió un hecho desafortunado que marcó definitívamente el camino que había de seguir. Mi hermano, seis años menor que yo, fue atropellado por un automovil que le produjo fractura de olecranon, y requirió de una intervención quirúrgica que le obligó a permanecer ingresado en el hospital alrededor de una semana.

  Mis padres y yo le cuidabamos todo el día y nos turnabamos para quedarnos con el por las noches. Durante todo aquel tiempo veía el quehacer del personal sanitario, mi curiosidad estaba como desbordada. Observaba las radiografías y los tratamientos y las curas y como los aplicaban sin que aquello me resultase extraño, como si lo comprendiera todo a la perfección, como si lo que alli se cocía fuera de mi incumbencia desde siempre. 
  
  Por las noches, cuando mi hermano conseguia dormirse, me unía al personal de guardia, que terminaron por admitirme probablemnte como un mal menor, pero entre los que yo me sentía uno más.  Compartía con ellos cafe y galletas acribillandoles a preguntas.

  Durante los dias que siguieron, tras esa definitiva; ahora lo se, llamada en forma de revelación, me sentía como si estuviera a punto de sucumbir ante una adicción que había estado evitando por miedo a que se apoderara de mi ser por completo.

  Después aun tuve que luchar contra alguna que otra traba familiar y administrativa, pero desde entonces podría decirse que todo ha sido un paseo por una ruta más o menos bien trazada.

  Hasta aqui esta condensada bioografía profesional, que ni por un momento presumo sea de especial interés salvo como ilustración a las preguntas que, como complemento a la que encabeza este apartado, se me ocurren:

  • ¿Existe de verdad eso que llamamos vocación?
  • ¿Será genético "lo nuestro"?
  • ¿Que es para mi la medicina: una profesión o un trabajo?


1 comentario:

Hipócrates dijo...

Es cierto, ya no me acordaba del accidente de Carlos, ni de la pastelería. Como pasa el tiempo...